DEBANHI, LAS ‘OTRAS’, Y LA INCÓMODA VERDAD DE REPARTIRSE LAS CULPAS

Por Irene Zugasti Hervás**

EEUU.3 mayo 2022. (Tomado de The Washington Post).- El caso Debanhi se asomó a los medios internacionales con todos los ingredientes para hacer sonar la voz de alarma: una estudiante desaparecida tras una noche de fiesta. Un padre que emprendía una búsqueda desesperada para encontrarla. Un estado, el de Nuevo León, volcado en hallarla: tan volcado que, en un par de días, dio con otras cinco mujeres menores de edad cuyas desapariciones también habían sido reportadas.

A través de las costuras del caso Debanhi se han filtrado otras verdades incómodas sobre el feminicidio y la violencia machista, en México y más allá. Actualmente hay activas 25 alertas por violencia de género en 22 de las 32 entidades del país y, sin embargo, las cifras continúan ascendiendo. Pero detrás de esos números brutales, aparecen también narrativas insostenibles de machismo, misoginia y morbo en una sociedad incapaz de asumir que tiene un problema colectivo con causas, apellidos y responsables.

Esa responsabilidad, convertida en culpa, ha evidenciado uno de los mecanismos más viejos y efectivos para perpetuar la violencia contra las mujeres, que es el de hacerlas culpables de las agresiones que viven. Basta con observar titulares como el del periódico español ABC: “El crimen de Debhani (sic) Escobar, la joven que apareció muerta en una cisterna tras ser traicionada por sus amigas”. O los que señalan a las amigas de Debanhi porque “siguen sin explicar qué pasó”. La culpa recae sobre ellas: en Debanhi, en las mujeres de su entorno, en amigas, madres o en las propias activistas, esas molestosas e incendiarias feministas. Y así, a medida que se debatía en redes, televisiones y salones sobre aquello que cantaban las chilenas Lastesis “y la culpa no era mía, ni dónde estaba ni cómo vestía”, se diluían otras responsabilidades mucho más graves, dolosas y peligrosas. Quizá convenga repartirlas, recordarlas y evitar que, de nuevo, recaigan en nosotras.

Podemos empezar con la impunidad institucional: según el Informe al Comité contra la Desaparición Forzada, a finales de 2021 solo entre 2% y 6% de los casos de desaparición de personas habían sido judicializados, emitiéndose únicamente 36 sentencias a nivel nacional, aun cuando los casos conocidos por las fiscalías alcanzan casi los 100,000 registros. Una impunidad que favorece la reproducción y el encubrimiento de estos delitos. La abogada y fiscal Lisbeth Lugo, activista del movimiento Mujer Libre México, y curtida en los pasillos de los juzgados del estado de Quintana Roo, me explicaba la realidad detrás de los números: “Aquí el segundo delito más denunciado es el de la violencia contra la mujer. La mayoría de las denunciantes señalan a su agresor, pero solo el 2% de los casos prosperan. ‘¿Cuál es el mensaje que esas mujeres reciben?’”, se preguntaba. La sobrecarga de expedientes es también un hecho, no obstante, el presupuesto y los recursos de la Fiscalía General de la República mengua cada año, 7.5% desde 2018, con una patente reducción de personal.

A esto se suma la revictimización ejercida por instituciones y autoridades. En España aún nos resuena el caso en el que una jueza preguntó a la víctima “¿cerró usted las piernas?”, o el juicio popular al que se sometió durante meses a la superviviente de la violación múltiple durante las fiestas de San Fermines en Pamplona. Y el cuestionamiento continúa, pues las redes ardieron cuando la Ministra de Igualdad española reivindicó el lema de “sola, borracha, quiero llegar a casa” que, al parecer, es un privilegio que solo en los hombres damos por sentado.

Una culpa más podemos situarla en la omnipresente cultura de la violación y quienes la reproducen. Esta fomenta y justifica la violencia sexual contra las mujeres. Esta necesita culpables que alejen la responsabilidad de los asesinos y agresores, por eso, a la vez que opera desde la banalización—pensemos en esos youtubers bromeando sobre alcohol y consentimiento—, lo hace señalando y haciendo más vulnerable a quienes la sufren: por no cuidarse, por vestir minifalda, por las malas amigas o incluso las madres, que crían machos agresivos y niñas irresponsables. En México, donde las familias monomarentales cargan el peso del trabajo, cuidado y crianza en la mujer, esta culpabilización es doblemente cruel.

Lisbeth explica que esta cultura de la violación camina codo a codo con la violencia y su cotidianeidad. Por eso las puñaladas se cuentan por decenas, por eso los cuerpos aparecen descuartizados y las mujeres, embolsadas, enmaletadas, en vertederos de basura. Lamento la crudeza. Yo misma, escuchando a las activistas mexicanas, he tenido que parar a veces la grabadora. Porque en este reparto de culpas, hay otra que tampoco debemos obviar: la responsabilidad de contarlo, la de preguntarnos por qué Debanhi sí saltó a la prensa y traspasó fronteras y no así Yolanda Martínez, cuyo padre lleva decenas de días buscándola sin más ayuda que las redes sociales, o María Elena, superviviente de tortura sexual, o tantas otras que se diluyen en la cifra de siete mujeres desaparecidas y 11 asesinadas cada día en México.

Quizá Debanhi fue una “tormenta perfecta” para llenar cabeceras: clase media, piel clara, tan llena de vida, tan cargada de futuro, su imagen sola en una carretera. “En México se compite entre tragedias”, dice Berenice Zambrano, creadora feminista, desde Oaxaca. Y esa es una terrible verdad, porque la etnicidad, la clase y la edad determinan el interés mediático y los recursos institucionales. En las “tormentas imperfectas”, acudir a las asociaciones o colectivas feministas es la única forma de tener visibilidad o recursos. No podemos culpar a sus familiares o amigas por hacerlo.

En el caso Debanhi se cuestionó la sororidad, esta práctica opera para alimentar el “divide y vencerás” y fragmentar así las potentes alianzas entre mujeres. La sororidad es uno de los pilares esenciales del movimiento feminista, basado en la certeza de que si todo falla —Estado, Policía, instituciones— te cuida tu entorno, tus amigas. Aunque Lisbeth matiza que en México quizá no sea necesario ese concepto occidental: los pueblos originarios usan el “hacer tequio”, que significa apoyo mutuo ante una injusticia o necesidad.

Apoyar el discurso individualista de que una se cuida sola, de que solo nos tenemos a nosotras mismas, muy común entre las mujeres del populismo conservador, es un terrible error, pues fractura los círculos de confianza y amistad, cuestiona el trabajo y los discursos de las feministas e impide que sus reivindicaciones se transformen en políticas públicas y en justicia institucional. No podemos permitírnoslo, porque las necesitamos: a las fiscales y abogadas como Lisbeth, a las activistas, y las supervivientes, como María Elena, que sonríe, valiente y luminosa, en estas imágenes. También a las que no han querido dar su nombre, por miedo o culpa. México, y la lucha contra el feminicidio en cada rincón del mundo, nos necesita a todas.

**Irene Zugasti Hervás es politóloga y periodista española. Tiene un máster en Relaciones Internacionales y Diplomacia y es especializada en Seguridad, Género y Violencia contra las Mujeres.